lunes, 11 de septiembre de 2017

PERDERSE A UNO MISMO




Al final, la resistencia  al cambio, el apego a las cosas, situaciones o personas... es el miedo  a perdernos a nosotros mismos. 

Miedo a perder la identidad que hemos configurado en torno a ellos, miedo a no ser nunca más quién somos ahora. 

Si sacamos provecho de nuestro paso por la vida, estaremos evolucionando constantemente, de manera gradual, de forma que ya no somos quien fuimos, pero protegidos por esa sensación no ser conscientes... 

El vértigo entra en escena  cuando se mueve el suelo. De repente. De esa forma brusca que tiene la realidad a veces de presentarse. Y vemos el eje resquebrajarse, o romperse... y nos falta confianza en nosotros mismos para regenerarnos porque no la hemos utilizado nunca, porque no sabemos donde está, ni cómo se usa. 

La inconsciencia adormece y no facilita el cambio. Y el cambio llega, porque es implacable. 


Entonces ¿qué somos si no nos identificamos con nadie,  ni nada?  ¿qué somos sin nuestra forma? 
Imaginad una gota de lluvia que cae a un océano, ¿desaparece, diluyéndose?  o ¿se expande integrándose? 
Cada uno debe buscar su respuesta. 



Quizás,  y solo quizás... dejar de ser quien uno era, es lo  mejor que nos puede pasar. 

viernes, 1 de septiembre de 2017

EL PROMONTORIO




Hay personas capaces de encarar la realidad, su parte más cruda me refiero,  con una asombrosa entereza. Como si fueran  impermeables a la inmediatez y solo supieran analizar las cosas en perspectiva. Aportando orden donde en apariencia hay caos. Encajando cada revés sin tentativa de regodeo en el dolor, en el reproche, en la búsqueda de culpables o en manipulación a través de la pena... sino dándole un sentido y una dirección dentro de la trayectoria vital.
Y es un gusto tenerlas cerca, porque entienden de qué va realmente la vida. 


Por el contrario, hay un componente neurótico en la persona tendente al enredo  en el detalle, el anclaje en las palabras, en los hechos puntuales  descontextualizados, en momentos concretos aislados... y ello marca mucho la diferencia entre las relaciones sencillas  y las complejas. 

No puedo evitar acordarme de Marco Aurelio y de su Promontorio:

"Ser igual que el promontorio contra el que sin interrupción se estrellan las olas. Éste se mantiene firme, y en torno a él se adormece la espuma del oleaje. «¡Desdichado de mí, porque me aconteció eso!» Pero no, al contrario: «Soy afortunado, porque, a causa de lo que me ha ocurrido, persisto hasta el fin sin aflicción, ni abrumado por el presente ni asustado por el futuro.» Porque algo semejante pudo acontecer a todo el mundo, pero no todo el mundo hubiera podido seguir hasta el fin, sin aflicción, después de eso. ¿Y por qué, entonces, va a ser eso un infortunio más que esto buena fortuna? ¿Acaso denominas, en suma, desgracia de un hombre a lo que no es desgracia de la naturaleza del hombre? ¿Y te parece aberración de la naturaleza humana lo que no va contra el designio de su propia naturaleza? ¿Por qué, pues? ¿Has aprendido tal designo? ¿Te impide este suceso ser justo, magnánimo, sensato, prudente, reflexivo, sincero, discreto, libre, etc., conjunto de 
virtudes con las cuales la naturaleza humana contiene lo que le es peculiar? Acuérdate, a partir de ahora, en todo suceso que te induzca a la aflicción, de utilizar este principio: No es eso un infortunio, sino una dicha soportarlo con dignidad.” 

Meditaciones, Libro IV, 49
(Escrito entre el 170-180 dc)


No deja de ser paradójico que solo dando pasos atrás, alcancemos a  ver más lejos...