martes, 9 de diciembre de 2014

EN EL AIRE



Parecen tener mucho éxito los periodistas mordaces. 

Personalmente, me resulta violento ver como se acorrala a una persona portando como armas mucha información parcial, abundante verborrea y una batería de preguntas capciosas, hasta que consigue decir lo que el entrevistador quiere escuchar. Me parece una manera demasiado agresiva de hacer periodismo, que no digo que no sea necesaria en algunos casos, pero como tónica general, me acaba alterando el sistema nervioso exponerme a tanta tensión o agresividad verbal. 
Por no hablar de pseudo comunicadores de medio pelo, que se tiran trastos a la cabeza y destapan toda clase de bajezas para regocijo del personal...  (ésto tengo que suponerlo porque siguen ocupando franjas televisivas de sobremesa o tarde, años ha)
Es de agradecer que al menos, los primeros, dominen el arte del lenguaje.

Aunque se alejan de la belleza del mundo artístico al forzar la respuesta, manipulando en cierto sentido el prisma de lo que podría ser un diálogo interesante.

Y tampoco me gusta, cuando el entrevistado va por libre. 
Cuando es completamente ajeno al contenido de la pregunta y pretende con disimulo (y sin él) acercar continuamente el ascua a su sardina y colocar el discurso que tenía preparado.

Definitivamente, hay diálogos que no fluyen. 
En el momento en el que se encienden los focos, se abren los micros y lo que uno va a decir pone en juego el número de votos de su partido, su propio prestigio como profesional o el sueldo que le cubre las necesidades (las básicas y las refinadas)... las palabras se atascan en la cabeza. Y las preguntas hábiles e incisivas muchas veces provocan salidas poco airosas, que harán frotarse las manos a los insaciables buscadores de retwits, o de titulares fáciles.

Hay entrevistas que son auténticas pantomimas. 
Deberían terminar con un telón y un aplauso. 


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