martes, 11 de noviembre de 2014

EL HOMBRE (Y LA MUJER) DE VITRUVIO



Devorolor, devoragrasas... qué cosas tenemos que escuchar.

La publicidad se empeña una y otra vez en agobiarnos, en devorarnos las grasas, en devorarnos los olores corporales... no les resulta suficiente con generarnos la desagradable sensación de que olemos mal o tenemos adipocitos anquilosados por doquier sino que nos venden la idea de que necesitamos imperiosamente deshacernos de ambos. 

Quizás me ha llevado mucho tiempo rebajar mi autoexigencia, o quizás he estado demasiado cerca de testimonios y auténticos dramas personales de mujeres que rechazan sus cuerpos (puntualizo el género porque es aplastante la estadística que me he encontrado en casos de trastornos alimentarios) coartando toda posibilidad de crecimiento personal, de enriquecimiento... tanto, que me asusta cualquier intento de manipular nuestro concepto de felicidad.

Si, quizás detrás de mi rechazo a ciertas campañas haya miedo.
Miedo a ser más frágil de lo que me considero. 
Miedo a que convenzan a generaciones futuras con eslóganes, imágenes y formas de vivir tan idílicas (tan patéticas, a veces) como irreales. 
A que nos señalen un camino tan estrecho que sea más fácil caer que transitarlo.
A que provoquen mayor sufrimiento que bienestar.

Espero y confío en que la higiene y el sentido común sean suficientes para combatir tanto deseo imperioso de convertirnos en semidioses asépticos de cuerpos esculturales... y no queramos imitarlos.
Ni falta que nos haga. 

Definitivamente no quiero que nos devoren asi.  
Que prueben a amarnos como somos.


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